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La elevación de Enzo

Enzo Francescoli cumplió 62 años. Memorias del ex jugador, manager, amo y señor de River Plate. Como todo héroe se consagró y conquistó los corazones a ambos lados del Río. Por Félix Mansilla A Salvador María los diarios llegaban a la panadería, donde también acercaban los sobres del correo. Unos días después de la Libertadores de River el viejo pasó por La Silenciosa, compró pan y trajo a casa una edición especial de El Gráfico. Corría junio de 1996. Nos sentamos a la mesa con el mate a ver, entre todos, qué traía la revista. A mí me tocó el póster interior con Francescoli elevado tras un cabezazo que minutos después quedó colgado en las paredes de la habitación. Al ver la imagen de Enzo en el aire los nervios fueron iguales que cuando unos minutos antes del pitazo final frente al América de Cali, Labruna descorchó un champagne al costado de la pista de atletismo del Monumental y papá le gritó al televisor: “¡Todavía no, todavía no!” , como para apaciguar la ansiedad. Habían pasado un
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Cosa de chicos

  Bruno nació un 7 de agosto. Ese día su papá llevó puesta una remera gris con la cara de Ringo Starr que cumple años, al igual que su tía, cada 7 de julio. Esa noche su tío hizo 7 goles en un turno de fútbol 6, se armó un diluvio y cenó junto a 7 compañeros de más de treinta. Cuando Bruno cumpla 5, en 2024, quizá lea sus primeras palabras y, en junio, Lionel Messi habrá disputado su séptima Copa América. En 2021, justo en el mes siete, Bruno aprendió a decir Messi y entre la fecha 1 y la 7, lo pronunció al menos diez veces. Aún no pueden confirmar si es zurdo o derecho, pero algo los lleva a pensar a su padre y a su tío que cada vez que patea una pelota número 3, sigue el desconcierto. Grita “gol”, vocea algo dificultoso “pelota” y cada vez que se despide del tío le tira un beso a un portarretrato de “Diego” con una botella de gaseosa en la mano derecha. Por suerte, Bruno aún no probó la Coca-Cola. Pero dice “chau, Diego”. Su papá y su tío se preguntan con cuál le pegará. Da la mano c

Las trabas

Nadie me va a venir a decir a mí lo que son las trabas. Yo las pude entender de grande, pero eso no significa que tenga que explicarle a todo el mundo el punto ni todo el otro asunto: una cosa es saber de trabas y otra es relacionarse con ellas y sus fallas. Digo fallas y me asusto un poco, me da pánico. Las trabas se respetan. Existen trabas que engañan y también las hay de las que se disimulan con un poco de pintura encima. Pero a mí nadie me va a explicar porque me dediqué y viví de calcular trabas a ojo. Yo hoy, así medio bichoco y con estos lentes hecho pedazos, te reconozco una traba de a metros. Tengo ojo para detectarlas y reconocerlas de lejos. Qué tanto, soy medio especialista en trabas. Lo que veo yo, por ahí, otro ni lo nota. Es fácil: las trabas se delatan solas. Te miran. Una vez un compañero que de trabas dijo que sabía, las ignoró al momento de calcularlas. Con otro compañero le dijimos que se fijara bien, pero se ofendió. Y lo peor de todo es que el tipo se mostró a la

Un amor desparejo

  Ya no me mira. Se la pasa en su desbandada reposera con los partidos y no me percibe. Es como que no estoy. Se me escapa y no puedo conseguir que atienda mis intenciones. Vive en la reposera, pero por lo menos toma un poco de aire y sol y, mientras se sirve mates, me mira. Antes parecíamos uno. Será el encierro, digo yo. Será que le aburro. Me insinúo, me muevo, le paso por al lado y nada: o me mira de reojo o me sonríe con la misma gracia que cuando nos vimos por primera vez. Pero eso ya pasó y ni él ni yo estamos para volver el tiempo atrás. Creo que así no es parejo. Y él lo niega y lo niega. Y ojo, sabe. Sabe que soy su suerte. Antes se desvivía por mí. Yo no necesitaba hacer nada para que él se preocupara por mí, piense por mí y se adelantara a abrirme la puerta si salíamos de casa, a decirme todo con tono calmo. Yo lo admiraba: en la calle sentía que se le explotaba el orgullo de caminar conmigo. La gente nos miraba y yo tenía que distraerme para no pensar que también para el

Un oso en el subte

La ciudad los encontró transpirados y pegoteados en un viernes intranquilo. Caminaron quince cuadras por Corrientes. Obelisco, agua mineral, estación de subte. Pasaron los molinetes y se secaron debajo del resplandor aéreo de un ventilador negro gigante. Sintieron el ruido atronador de la máquina que se acercó con prisa. La masa humana desesperada corrió a pasos cortos dentro de un embudo humano que se repitió en cada puerta. El mayor logró entrar. Apretado intentó girar para ver a su compañero oso, pero la chicharra lo desconcentró y pensó en el problema de perder aquel viaje: encontrarse entre la muchedumbre, indicar la vuelta, la estación, esquina, calle, avenida, altura. Sintió un empujón y otro y otro como pequeños scrown. Vio al compañero oso acurrucado en el pasillo. Entre los dos no encontraron explicación. Sonó otra chicharra y la masa avanzó en avalancha hasta el vagón. El calor se condensó como una ola y la puerta se cerró. El mayor le sonrió despreocupado y su compañero oso

Gelman, el palabrero

  Hace siete años se fue el poeta Juan Gelmán. Este 3 de mayo hubiese cumplido 91. Partió pero no así sus escritos que son una forma de leer aquello que desde una analogía desnuda se acerca a hacernos un poco mejores, a comprender. Su pluma toma la forma del mar en las orillas y vuelve, nos moja, humedece. La poesía es la única verdad o la verdadera forma de no quedarnos secos. Gelman abrazó el exilio, contó desde lejos la Argentina, aquella de la que escapó para regresar primero y resistir después. Sus pasos lo reconocen como uno de los poetas latinoamericanos que mejor reflejaron el destierro: sus estrofas viajan en las distancias y empujan para dar más vueltas. «II». “Nosotros arrastramos los pies en ríos de sangre seca, almas que se pegaron a la tierra por amor, no queremos otros mundos que el de la libertad y esta palabra no la palabreamos porque sabemos hace muerte que se habla enamorado y no del amor, se habla claro, no de la claridad, se habla libre, no de la libertad”. Conocem

Deportivo La Tempranita

  La chica en la parada piensa qué suerte cuando divisa que viene su colectivo. Quiere estar en casa, no esperar nada y que el tiempo se le escurra y el asiento se ablande ya. Piensa que todo lo que detesta sucede lento. Asiento del fondo, pasillo, ventanilla a la derecha y boleto impar nunca capicúa. Se aburre de mirar la goma negra percudida de sus Loto mantenidos a pomada. A mitad de camino sube el chico que siempre la mira pero que nunca le dice nada, ni hola. Él desfila por el pasillo, ella registra su buzo, su bolso, su jogging deportivo. Sabe que ahora él entrena también martes y jueves porque en la cancha de 11 pusieron reflectores nuevos. Hoy su jogging luce más limpio. A las compañeras se les nota que nunca se embarraron en el campito. No se tiran al piso ni barren la pelota. Por qué no les gustará entrenar. Cuando baje las luces de la parada ya van a estar prendidas, piensa. Otra vez llegó temprano. En qué piensa la gente cuando se desplaza. Qué cosas se les cruzarán por la