La idea de papá me gustó al principio y cuando lo vi hacer la espada igual a la de El Zorro, pensé más en el sauce a la hora de la siesta con el traje puesto que en el corso. Toda esa semana ni me acordé de que venía la primera noche. El sábado a la tarde me probé el traje, el sombrero, el antifaz y las botas. Me vi en el espejo grande de la pieza de los viejos y sentí que podía ponerme en personaje.
Pensé en que nadie iba a saber quién era El Zorro del corso y el lunes todo el pueblo iba a comentarlo si me animaba a subir al escenario. Iba a decir, si me preguntaban las locutoras, que Bernardo estaba de vacaciones en la Costa. Y sí, en San Bernardo.
Y llegó el domingo y con el bigote fino símil Diego de la Vega, me sentí El Zorro. Pero eso no me duró mucho. Era temprano, no había mucha gente en el corso. Di una vuelta y me pareció que todo era un embole. Encima pasó el Polvorita y me dijo: “Qué bueno está el traje, Félix”.
Unos metros más adelante, una mascarita me robó la espada y ahí nomás encaré para la casa de los abuelos. Ahí estaba Darío mirando un partido de Boca en Mar del Plata. Fui hasta la habitación, me saqué el traje y me puse la ropa de civil. Fui hasta el baño y antes de salir me saqué el bigote con agua tibia. Volví y el corso era otro, mucha gente, pero mucha gente más. Estaba más divertido, pero bueno, yo ya era Diego y tenía que disimular.
No perturba la calma, acecha la culpa, se obstina el ensueño. El ángel no teje ni protege, escucha. Deambula, quizá: nadie sabe si es verdad. ¿Por qué los ángeles no nadan de espalda? Las alas no sirven más que para frenar o de última flotar, pero se mojan y, como las rocas, no pueden decir palabra. El pájaro nadó el pez corrió y el perro carreteó. Mientras —tranquilo avezado y dormido—, el gato camina: es jefe, patrón y esclavo cuando quiere o llega el dueño.

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