La sonrisa, el sol el viento entre las manos, y los pies movedizos. No es costumbre ni sed, y espía abierta y cerrada, con la nuca descansa. Los sueños azules son, si la noche acompaña, un velador que ampara. Los dedos en pinza, los movimientos cortados reflejan cariño o piden salida. De espaldas descansa, boca abajo trabaja y asoma al son de risas nuevas. A veces llora, a veces actúa, siempre ama.
La idea de papá me gustó al principio y cuando lo vi hacer la espada igual a la de El Zorro, pensé más en el sauce a la hora de la siesta con el traje puesto que en el corso. Toda esa semana ni me acordé de que venía la primera noche. El sábado a la tarde me probé el traje, el sombrero, el antifaz y las botas. Me vi en el espejo grande de la pieza de los viejos y sentí que podía ponerme en personaje. Pensé en que nadie iba a saber quién era El Zorro del corso y el lunes todo el pueblo iba a comentarlo si me animaba a subir al escenario. Iba a decir, si me preguntaban las locutoras, que Bernardo estaba de vacaciones en la Costa. Y sí, en San Bernardo. Y llegó el domingo y con el bigote fino símil Diego de la Vega, me sentí El Zorro. Pero eso no me duró mucho. Era temprano, no había mucha gente en el corso. Di una vuelta y me pareció que todo era un embole. Encima pasó el Polvorita y me dijo: “Qué bueno está el traje, Félix”. Unos metros más adelante, una mascarita me robó la espad...