Qué sintió el primero que pisó la tierra nueva, cuando sus pies aplastaron la costa, la humedad en los granos de arena o vio la altura de los árboles y se sorprendió con la depresión del verde profundo. El primer fuego y la noche del debut, sin vaivén, sin olas molestas y con el murmullo de las aves despiertas. La primera mañana, el sol reflejado en las cubas del barco que se fue. Por qué no ajustaron las promesas y el olvido que implicó la pérdida de las cartas. La mirada: el otro lado, las familias lejanas y las roturas y las memorias grises de los retratos del otro lado. El techo angulado de la choza no deja dormir al recién llegado; no esperaba, se acontecía para no ir de visita a ningún lado. Imagina. Piensa. «Por suerte los papeles y el lápiz no se mojaron. Qué raro el clima tan cálido; las camisas ahora sirven para trapo. Cómo será a la mañana, acá, cuando el sol asome por dónde vinimos. Desde el carajo el verde superaba al ing...
Fue uno de esos cursos diversos, con algunos repetidores incansables y motes raros, como sucedió con un alumno que llegó dos meses después del arranque. Era petiso, cara pálida, que tapaba casi entera su cara con la capucha de un buzo. Una mañana sus compañeros lo llamaron para que se sume a las mesas. —Dale, Zombi, vení —le dijeron. El chico nuevo no dijo nada. Le pedí a los otros que lo llamen por su nombre y no así, que no le digan Zombi. Y aquí fue la primera vez que escuché su voz. Me hizo señas para que vaya a su asiento. Me dijo: —No hace falta, profe. —¿Qué cosa? —Que los retes a los otros. —Pero no está bueno el sobrenombre. —Es que yo les dije que me digan el Zombi. Eso no fue para tanto. Tiempo después se sumó Ezequiel, un chico de segundo que venía de una escuela de campo. De entrada me pidió que le pase cuentos para leer. Unas semanas después, en confianza, me pidió que me acerque hasta su banco. “Solo”, aclaró. Y fui y le pregunté cómo iba todo, cómo llevaba ...