Quizá si el abuelo hubiese sido yo, la llevaba hasta la puerta de la escuela. Pero a Pepe le salió así. Él era así: se empacaba cuando lo cargaban si perdía el Millonario. Sufrió horrores cuando mi tío le puso “¡Viva Boca!” en un graf de su TV Grundig o cuando en el bolsón de jubilado le pusieron una yerba de Boca que se venció en su aparador. Se quedaba serio, pero nunca decía nada. No puedo cuestionar su capacidad de dar amor ni sus silencios comunicativos.
Hoy, cada vez que huelo madera vuelvo en el tiempo y siento que todo está en su lugar: el abuelo callado y yo al lado, cerca de la estufa hogar en la casa que levantó con sus propias manos. También recuerdo que una mañana de sábado me llevó a cazar a un campo cercano a su casa, tiró tres tiros y no pegó ninguno. Cuando volvimos, a la sombra de los árboles del patio tomamos unos verdes en su mate de chapa con el escudo de CARP.
Años después, un domingo en el hogar de ancianos, en la tele del living del lugar estaban pasando River-Chacarita. Cuando mi hermana —vestido rojo, pasos cortitos, sonrisa blanca— caminó hasta él y lo abrazó, Pepe no dijo nada y fue la única vez que lo vi llorar. Hoy, cada vez que River gana y en casa nos abrazamos todos, siento que el abuelo nos mira. Llora, mira y no dice nada.
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