Ya no me mira. Se la pasa en su desbandada
reposera con los partidos y no me percibe. Es como que no estoy. Se me escapa y
no puedo conseguir que atienda mis intenciones. Vive en la reposera, pero por
lo menos toma un poco de aire y sol y, mientras se sirve mates, me mira. Antes
parecíamos uno. Será el encierro, digo yo. Será que le aburro. Me insinúo, me
muevo, le paso por al lado y nada: o me mira de reojo o me sonríe con la misma
gracia que cuando nos vimos por primera vez. Pero eso ya pasó y ni él ni yo
estamos para volver el tiempo atrás. Creo que así no es parejo. Y él lo niega y
lo niega. Y ojo, sabe. Sabe que soy su suerte.
Antes se desvivía por mí. Yo no
necesitaba hacer nada para que él se preocupara por mí, piense por mí y se
adelantara a abrirme la puerta si salíamos de casa, a decirme todo con tono
calmo. Yo lo admiraba: en la calle sentía que se le explotaba el orgullo de
caminar conmigo. La gente nos miraba y yo tenía que distraerme para no pensar
que también para ellos yo significaba un centro de atención, una especie
salvaje, algo irresistible.
Yo no decía nada, pero me daba
cuenta de todo. Como ahora, que ya sé que va a ir al baño, va a acomodar el
mate después y a dedicarme un tiempo discreto hasta antes de volver a la
reposera y gritarle al televisor y golpear la mesa cuando grita sus gol gol gol
gól. Yo no digo nada, pero ya va a necesitarme. Ya se va a dar cuenta que no
puede vivir sin mí. Hombre, hombre, hombre.
Aunque ahora me ignore, hay algo cierto en todo esto: nunca hubo ni habrá cadenas. Sabe que siempre que se raspe jugando le voy a curar las heridas. Lo sabe y me lo agradece siempre, aunque ahora viva con el short negro, de ojotas y con el ventilador pegado, sin mirarme. Claro, piensa que yo no transpiro y es verdad: no transpiro. No me preocupo porque en un rato esto se termina: va a ser feliz con sus gol gol gol gól y va a volver a buscarme, a mirarme: por ahí le sale alguna caricia. Los dos sabemos que esto es un poco así: nos queremos y ya no nos importan las diferencias entre uña o garra. Pegue las vueltas que pegue, con o sin gol, lo que nos diferencia nos iguala y él también sufre como un perro.
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