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Vías muertas

Jugar en las vías no fue igual a los quince que a los cinco. El verde de los árboles de la estación me remontaba a los días de chico con los abuelos. Pero esta vez éramos cuatro y los pastizales al costado de las vías nos cobijaban de las miradas y nos contenía el vicio y las conversaciones secretas. Era la hora de la siesta.

   La moto del Oso Yogui no arrancaba. Verdún empezó a hacer un injerto porque, según él, era un problema de fusibles. No arrancaba la máquina. Yogui salió a buscar una caja de herramientas a su casa y con Guido ayudamos a empujarla, pero tampoco arrancó, no hubo caso. La dejamos al costado de las vías y nos pusimos a fumar.

   Guido salió caminando para el lado de la Laguna y con Verdún lo vimos de lejos y creímos que Guido también. Yogui no venía y el tren, si bien lento, avanzaba hacia nosotros. Verdún tiró el pucho, yo me corrí al costado y Guido, de espaldas al pata de fierro, continuó mirándonos, pero sin correrse. Le hice señas, me respondió igual y se rió a carcajadas.

   Hasta que el tren tocó el bocinazo y como en la guerra, Guido saltó a un costado y gritó: “¡Cuerpo a tierra!”, y se salvó.

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