Fue uno de esos cursos diversos, con algunos repetidores incansables y motes raros, como sucedió con un alumno que llegó dos meses después del arranque. Era petiso, cara pálida, que tapaba casi entera su cara con la capucha de un buzo. Una mañana sus compañeros lo llamaron para que se sume a las mesas.
—Dale, Zombi, vení —le dijeron.
El chico nuevo no dijo nada. Le pedí a los otros que lo llamen por su nombre y no así, que no le digan Zombi. Y aquí fue la primera vez que escuché su voz. Me hizo señas para que vaya a su asiento.
Me dijo:
—No hace falta, profe.
—¿Qué cosa?
—Que los retes a los otros.
—Pero no está bueno el sobrenombre.
—Es que yo les dije que me digan el Zombi.
Eso no fue para tanto. Tiempo después se sumó Ezequiel, un chico de segundo que venía de una escuela de campo. De entrada me pidió que le pase cuentos para leer. Unas semanas después, en confianza, me pidió que me acerque hasta su banco. “Solo”, aclaró. Y fui y le pregunté cómo iba todo, cómo llevaba esas lecturas. Me dijo que bien. Y después dio vueltas hasta que se despachó y dijo:
—Yo tengo el poder de ver a los muertos.

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