Hay que mirar el árbol, algo dice. Serán sus ramas, las hojas. La conversación con el viento y el desgaste de las relaciones. Aire, agua, tiempo. Por qué es que dice sin decir; cuando hay sol también cobran formas y hacen sombras. Hasta caídos serán el fuego para el frío de todos los inviernos. Formas de mano, sus texturas y las transformaciones.
Cae la tarde, cae el sol y el día que ya descansa hasta de las sombras. Por eso cada árbol decae en los ramajes, apenas dos movimientos que se parecen a la espera de un amanecer de rayos cortados en los cercos.
Los pájaros le cantan al atardecer —anticipo nocturno— apenas un resumen de melodías planas. Cada señal es la clave sonora de un ciclo a cerrar; las nubes se retiran calmas, como la luna que espera para brillar, aunque no sea una iluminada.
El fondo estelar abre el telón y las especies verdes —como cada árbol— respiran ahora que el aire es suyo; aire libre del impuesto que se agotará cuando el rey asome y cada espacio contenga luz y calor. Sí, el viento y los recorridos se puedan distinguir por estaciones.
El circuito —ciclo eterno— se rearma y cada pájaro de día dejará las ramas, sin reconocer a los caídos que, sin vida, se acoplarán al suelo. Son espacios cubiertos por cada pedazo que, sin pudrición, yacen tranquilos, como troncos enraizados.
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