Una mañana acompañé a papá a la casa de una familia del campo a colocar un calefón. Nos recibieron con mates y torta fritas y a eso de las diez el viejo comenzó a calar las paredes del lavadero. La casa era un tanto vieja y la familia, se notaba, la estaba acomodando de a poco.
Yo quedé sorprendido cuando la mujer dijo muy contenta que ahora iba a poder estar más tranquila. “El calefón eléctrico era un peligro”, contó. “Si no saltaba la térmica, era la humedad o que alguno de los chicos se quedara, ay mi Dios, pegado”, narró.
El viejo le enumeró una lista con los nuevos beneficios: agua caliente siempre, muy a diferencia del termotanque que hay que esperarlo y muchos tardan mucho para recuperar temperatura; los repuestos del calefón son más baratos, en fin. La señora llamó a su marido y a sus hijos. “Ahora Alberto abre y va a salir caliente”, les anunció. No cabíamos en el lavadero.
Un rato más tarde, el calefón estaba instalado y así todos fuimos hasta el baño. Papá corrió la cortina de la ducha y toda la familia se quedó mirando expectante sus manos en la canilla. El papá miró a los chicos, los chicos miraron a su mamá y todos a papá, que aprovechó para indicarles las funciones de las canillas. Abrió la ducha y en menos de un minuto el vapor comenzó a invadir el baño. La madre pidió permiso y entre lágrimas tocó el agua. “Está como para pelar chancho”, dijo, y lloró con ruido.
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