Ir al contenido principal

Historias del agua II

 

   Una mañana acompañé a papá a la casa de una familia del campo a colocar un calefón. Nos recibieron con mates y torta fritas y a eso de las diez el viejo comenzó a calar las paredes del lavadero. La casa era un tanto vieja y la familia, se notaba, la estaba acomodando de a poco.

   Yo quedé sorprendido cuando la mujer dijo muy contenta que ahora iba a poder estar más tranquila. “El calefón eléctrico era un peligro”, contó. “Si no saltaba la térmica, era la humedad o que alguno de los chicos se quedara, ay mi Dios, pegado”, narró.

    El viejo le enumeró una lista con los nuevos beneficios: agua caliente siempre, muy a diferencia del termotanque que hay que esperarlo y muchos tardan mucho para recuperar temperatura; los repuestos del calefón son más baratos, en fin. La señora llamó a su marido y a sus hijos. “Ahora Alberto abre y va a salir caliente”, les anunció. No cabíamos en el lavadero.

    Un rato más tarde, el calefón estaba instalado y así todos fuimos hasta el baño. Papá corrió la cortina de la ducha y toda la familia se quedó mirando expectante sus manos en la canilla. El papá miró a los chicos, los chicos miraron a su mamá y todos a papá, que aprovechó para indicarles las funciones de las canillas. Abrió la ducha y en menos de un minuto el vapor comenzó a invadir el baño. La madre pidió permiso y entre lágrimas tocó el agua. “Está como para pelar chancho”, dijo, y lloró con ruido.

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Siesta de ángel

No perturba la calma, acecha la culpa, se obstina el ensueño. El ángel no teje ni protege, escucha. Deambula, quizá: nadie sabe si es verdad. ¿Por qué los ángeles no nadan de espalda? Las alas no sirven más que para frenar o de última flotar, pero se mojan y, como las rocas, no pueden decir palabra. El pájaro nadó el pez corrió y el perro carreteó. Mientras —tranquilo avezado y dormido—, el gato camina: es jefe, patrón y esclavo cuando quiere o llega el dueño.

Primeros libros

     En 45 días de reposo me hice lector. Comencé con vómitos y dolores de cuerpo, pis marrón. El doctor diagnosticó hepatitis. Era invierno y para no estar aburrido en la cama, los viejos me trajeron  revistas viejas y varios ejemplares de Patoruzú. Claro, no estaba acostumbrado a leer tanto, pero el tiempo a disposición jugó un papel importante y a lo largo del día terminaba todo lo que me traían.    Después, en la mesa, papá preguntaba sobre las historias. “Algunas las leí en otra época”, avisaba. Así, los personajes y sus acciones se volvieron como de la familia. Al terminar cada ejemplar, pensaba: “Entonces puedo”.    Más tarde, curado de la hepatitis, el gusto por los libros creció. El primer intento fue con uno de Cortázar que saqué de la biblioteca del pueblo, pero el tiempo de devolución me quitó las ganas. Solo recuerdo haber leído “Axolot”. Después, llegó la primera novela: “Robinson Crusoe” de Defoe. Costó, pero una noche, después de l...

Baúles y valijas

  Las valijas viajan solas, conocen paisajes internos. Se suspenden en el tiempo, en la oscuridad. Cada baúl las arropa, resguardan los sonidos, que tapan recorridos en plena soledad. Cierre hermético, sombra y pasado de ropas. Contemplación, ruido y silencio. Llegada presurosa. Claridad y búsqueda errada, y de nuevo el negro que acostumbra el cierre y otro viaje más. Llegadas, partidas y fin, que anuncian el continuado de maravillas y otros cuentos con finales templados.