Los perros siberianos son una raza escapista.
Mirá, el botón éste regula los espejos. No pongo la calefacción porque esto se va a poner como un horno. Tiene algunos detalles, pero bueno, me lo vendió el dueño de la agencia. Fui y le dije viste que no quería que me atienda ningún empleado. Después tengo que volver. El dueño me dijo que me va a avisar por un turno para acomodarle los detalles. El ojete que tuve: me dijo que era de una maestra.
En cualquier estación, erran hacia territorios alejados.
¿Todavía es de tierra esta calle? Pensé que
ya la habían asfaltado. Mil años que no pasaba. El otro día pensaba: qué suerte
que ya no voy a tener que volver al colectivo los domingos a la tarde, con todo
el negrerío que viene a la Laguna, a pescar. ¿Sabés lo que debe ser cuando
suben todos al tren, después? Tres horas con esta gente, imaginate: todos
chupados, sucios y a los gritos. Ojalá que... ¿Sentís el andar? Ni se escucha
el motor. Felicitame, por lo menos.
Su instinto
natural tiende al despojo de las relaciones parentales.
Yo me fui de acá hace rato. Y me costó, eh.
No irme, porque desde los veinte quería irme a la mierda de acá, sino volver
ahora y ver todo igual. Recién pasé por el frente del bar, ponele, y la misma
foto: el mismo benteveo, la misma pose, la remera levantada y rascándose la
panza, ja.
El perro siberiano desconoce así a sus pares y niega la querencia.
Hace veinticinco años, si pasabas a esta hora, era lo mismo lo mismo. Igual saludé, pegué el bocinazo, ni se imaginó que iba a ser yo. Mañana todo el pueblo va a saber que llegué al auto. Miralo bien ahora, porque la semana que viene le pongo el polarizado.
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