Chuenga andaba en bicicleta. Calzaba una radio colgada tipo bolso. Era alto y flaco y para que las botamangas del pantalón de vestir no se le engrasaran con la cadena y los pedales, las sujetaba con broches de madera. Chuenga vivía a 4 kilómetros de casa, en La Laguna. A Chuenga le encantaba asustar a los más chicos del barrio y decía cosas como «¡Hacela cortita!» y otras mañas de loco hermoso. Chuenga era una perfecta mezcla de loco bueno y de las personas que nunca se sabe qué van a hacer o con qué van a salir. Nos gritaba desde la bicicleta al paseo o pegado a ella, nunca se alejaba, era su aliada. Si alguien se la pedía para dar una vuelta, contestaba: «Rajá de acá, mirá».
Chuenga usaba lentes culo de botella verdes y una campera a cuadros que llevaba puesta en invierno y por el resto de las estaciones. Papá repetía que los locos no perciben igual la temperatura. Chuenga en vivo era un tipo tranquilo, pero con arranques de locura en todo lo que contaba y como lo decía, a veces a los gritos. «Yo venía casi que por la banquina y me rozó un auto rojo y lo re puteé».
Siempre nos visitaba en casa. Miraba peleas de boxeo con papá y otras veces no aceptaba cenar con nosotros y miraba la televisión solo en el sillón grande hasta que terminábamos. Mamá decía, «pobre Chuenga, es que vive solo». Papá repetía que «antes no estaba tan loco, pero una vez unos tipos lo engatusaron, le trajeron unas minas para distraerlo y le afanaron toda una colección completa de discos de pasta». Chuenga era un loco cariñoso.
Una noche de invierno se apareció en casa. De una bolsa de plástico color azul, sacó un paquete. «Es para vos, Felucho», me dijo, «te armé un copilado de Los Bicle».
Comentarios
Publicar un comentario