No hace mucho los libros “Animales” de Hebe Uhart y “Allá lejos y hace tiempo” de Guillermo Hudson, me llevaron de vuelta a la niñez, cuando acompañaba a mi papá a los molinos y en el camino de ida íbamos hablando de todas las especies de pájaros. Si me dieran a elegir ser un animal elijo un pájaro y si puedo apuntar una especie, selecciono al más bonaerense y libre de todos: el chimango.
Siempre nos resultaron pájaros pícaros, con mucho cielo. Un poco solitarios, con el tiempo dispuesto a la expectativa de las horas. Los chimangos no tienen buena prensa para las personas pulcras y con altas morales: el chimango es carroñero, sucio y ruin. La expresión popular determina que cuando algo resulta inútil es igual a “gastar pólvora en chimango”. Pero los tipos no lo saben, ni les importa.
Los prejuicios también los hacen más libres: nadie gastaría su tiempo en intentar cazarlos. Y nunca faltan en ningún evento: canchas de fútbol, carreras de autos, atletismo, hockey, doma. Siempre hay algún chimango dando vueltas. Nunca desisten del rastrero típico que consiste en sobrevolar la zona escogida, esperar, pasar el informe a los compañeros y aprovechar la volada.
No perturba la calma, acecha la culpa, se obstina el ensueño. El ángel no teje ni protege, escucha. Deambula, quizá: nadie sabe si es verdad. ¿Por qué los ángeles no nadan de espalda? Las alas no sirven más que para frenar o de última flotar, pero se mojan y, como las rocas, no pueden decir palabra. El pájaro nadó el pez corrió y el perro carreteó. Mientras —tranquilo avezado y dormido—, el gato camina: es jefe, patrón y esclavo cuando quiere o llega el dueño.
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