En invierno o en verano, la hora de la siesta era para nosotros el símbolo de la libertad. Siempre teníamos sombras y montes para habitar y si estábamos con las hondas, nos íbamos a Uviac, una fábrica abandonada que fue envasadora de un vino que llegaba en tren desde Mendoza hasta Salvador María. Ahí había miles de botellas verdes vacías en cajones de rejilla apilados. Y nuestros ataques con las gomeras comenzaban y el ruido a vidrios rotos inundaba de retumbes todos los rincones del gigante abandonado. Tres hondas y cientos de piedrazos que resonaban como ecos de montaña.
Algunas veces escuchábamos la voz gastada de Rosa, vecina de la fábrica, que nos pedía parar con los cascotazos a las botellas. Y le hacíamos caso porque uno del comando era su nieto. Jorge, el vecino pegado a un costado del terreno de la fábrica, nunca estaba a la hora de la siesta. En cambio, el viejo Millán, el vecino de atrás, sí se molestaba de tanto ruido a vidrio roto. El viejo pegaba unos gritos desaforados y minutos después de mandarnos alguna puteada, empezábamos a tirar sin culpa gomerazos intencionados que terminaban en las chapas de su galpón.
Una tarde de sábado el viejo no aguantó más y empezó a los tiros. Cinco escopetazos al aire tiró. A cada cambio de cartucho le decíamos de todo. “¡Viejo puto!”; “Tirá otro, viejo conchudo!”. Y cuando estaba por descerrajar el sexto corchazo, pegó el último grito al borde del infarto: “¡Ya van a ver, pendejos de mierda!”. Y se quedó con las ganas y no vimos nada, porque crecimos y nunca más pisamos la fábrica.
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Foto: Nico B Mansilla
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