Hace muchos años la vida contenía momentos emocionantes como rebobinar cassettes con una Bic o con los crueles rodillos de los radiograbadores. La información llegaba a través de la palabra y también con música. Una vez encontré una carta de mi viejo para mi vieja que, con el aval de mamá, leí sorprendido. Mi viejo narraba una noche fría en un cuarto de una pensión en Bahía Blanca —a donde viajaba a llevar revistas de Editorial Perfil— y que bajo la luz del velador tenía un paquete de cigarrillos John Player Special, un encendedor Carusita y que la extrañaba. También contaba que había llovido y que por eso no se había acercado al bar de siempre. “Quizá algunos de los amigos del bar sienta mi ausencia”, puso. La hoja parecía de un cuaderno Rivadavia con márgenes celestes y renglones grises. El color de la tinta era azul y la letra de mi viejo, igual que hasta hoy: imprenta mayúscula, cursiva a la derecha, trazos rectos. Llamó mucho mi atención —además de leer el pasado—, un dato que me cambió la vida tres veces. La primera fue con la carta, porque allí decía que en la radio estaba sonando una de Harrison, Mi dulce señor. Cuando él llegó a casa le pregunté cómo era el tema y enseguida se puso a chiflar la intro y a tararear la letra. Fue mágico porque gracias a los gorjeos del viejo, armé la canción. Ya estaba en mí. Una trasnoche con deberes de Secundaria, prendí la radio y apenas oí los primeros compases, sentí electricidad y un puñado de imágenes retro: la cocina de casa, mi vieja y la carta, la llegada de papá, sus juventudes. Corrí hasta la habitación y me acerqué y le puse la radio en su almohada y le vi una sonrisa. Cuando me iba oí que despacio me dijo: “Gracias, cabezón, hacía un montón que no la escuchaba”. Años más tarde —con Cd´s, colecciones enteras en mp3— llegué a casa con el tesoro. Le di play a Mi dulce señor. Nos quedamos en silencio atravesados por el tiempo estaqueado en la memoria y volvimos a algún lugar. Hace poco, más en serio que en joda, el viejo nos pidió a mi hermano y a mí que suene en su despedida. Nos cagamos de risa de su plan, pero él nos dijo: “Van a ver que si ponen una de Harrison, seguro sale el sol”.
No perturba la calma, acecha la culpa, se obstina el ensueño. El ángel no teje ni protege, escucha. Deambula, quizá: nadie sabe si es verdad. ¿Por qué los ángeles no nadan de espalda? Las alas no sirven más que para frenar o de última flotar, pero se mojan y, como las rocas, no pueden decir palabra. El pájaro nadó el pez corrió y el perro carreteó. Mientras —tranquilo avezado y dormido—, el gato camina: es jefe, patrón y esclavo cuando quiere o llega el dueño.
Comentarios
Publicar un comentario