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Un oso en el subte


La ciudad los encontró transpirados y pegoteados en un viernes intranquilo. Caminaron quince cuadras por Corrientes. Obelisco, agua mineral, estación de subte. Pasaron los molinetes y se secaron debajo del resplandor aéreo de un ventilador negro gigante. Sintieron el ruido atronador de la máquina que se acercó con prisa. La masa humana desesperada corrió a pasos cortos dentro de un embudo humano que se repitió en cada puerta. El mayor logró entrar. Apretado intentó girar para ver a su compañero oso, pero la chicharra lo desconcentró y pensó en el problema de perder aquel viaje: encontrarse entre la muchedumbre, indicar la vuelta, la estación, esquina, calle, avenida, altura. Sintió un empujón y otro y otro como pequeños scrown. Vio al compañero oso acurrucado en el pasillo. Entre los dos no encontraron explicación.

Sonó otra chicharra y la masa avanzó en avalancha hasta el vagón. El calor se condensó como una ola y la puerta se cerró. El mayor le sonrió despreocupado y su compañero oso le devolvió el gesto mientras miraba a una señora coqueta que lo pechaba sin remedio. Minutos después y con el pasillo despejado, un cantor de tangos sumó varias monedas de reconocimiento.

Diez estaciones más tarde se unieron. El mayor protestó. “Un caos viernes en hora pico. Imaginate el mismo trayecto todos los días de tu vida, después de ocho horas de trabajo, con ganas de llegar y un calor que raja. Todo el mundo con mala cara: empujan, no preguntan, manguean, insultan. Invivible”.

La llegada a la última parada les pareció eterna. El calor era una constante e insoportable tres metros abajo. Cuando subieron las escaleras continuas al paisaje de la avenida Congreso de Tucumán, el cielo estaba un poco más cerca y anormal, grisáceo. Ruidos de autos, motos y colectivos. Gente caminando apurada. Fumaron impacientes. Renovaron oxígeno. El mayor dijo: “Qué brutos empujones en el subte”. El compañero oso negó con la cabeza y se confesó: “Fui yo, loco. Fui yo”.

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