Sonó otra chicharra y la masa avanzó en avalancha hasta el vagón. El calor se condensó como una ola y la puerta se cerró. El mayor le sonrió despreocupado y su compañero oso le devolvió el gesto mientras miraba a una señora coqueta que lo pechaba sin remedio. Minutos después y con el pasillo despejado, un cantor de tangos sumó varias monedas de reconocimiento.
Diez estaciones más tarde se unieron. El mayor protestó. “Un caos viernes en hora pico. Imaginate el mismo trayecto todos los días de tu vida, después de ocho horas de trabajo, con ganas de llegar y un calor que raja. Todo el mundo con mala cara: empujan, no preguntan, manguean, insultan. Invivible”.
La llegada a la última parada les pareció eterna. El calor era una constante e insoportable tres metros abajo. Cuando subieron las escaleras continuas al paisaje de la avenida Congreso de Tucumán, el cielo estaba un poco más cerca y anormal, grisáceo. Ruidos de autos, motos y colectivos. Gente caminando apurada. Fumaron impacientes. Renovaron oxígeno. El mayor dijo: “Qué brutos empujones en el subte”. El compañero oso negó con la cabeza y se confesó: “Fui yo, loco. Fui yo”.
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