Lo contó Dylan. Cuando era chico mis viejos se pelearon y nos vinimos para acá. Yo lo iba a visitar cada tanto. Un día no fui a visitarlo porque mi mamá no me dejaba ir nunca a verlo. Una vez mi hermano me llevó y lo pude ver a mi viejo. Lo abracé con todo cuando lo vi y yo lloré de la emoción. Cuando llegué a la casa de mi viejo saludé a todos. A su señora y a sus hijas, mis hermanitas. Me quedé dos semanas allá. Jugaba a la pelota todos los días con mis vecinos. Íbamos a todos lados: a cazar y a andar a caballo. Mi viejo se iba a trabajar todos los lunes, martes, miércoles, etc.. A la noche siempre jugaba a la Play con el vecino y cuando mi viejo llegaba, me llamaba, tipo ocho de la noche.
Cenábamos y después todos se iban a acostar, menos yo, porque me iba a la casa de los vecinos otra vez y otra vez me llamaba mi viejo. Un día, era un viernes, se embriagó (sic). Yo estaba durmiendo y me fue a levantar, pero yo no quería. Igual me tuve que levantar. Él me decía, embriagado, que me amaba, que me quería con todo el corazón. Yo le decía que yo también y me fui a dormir. Pero al rato me fue a levantar otra vez. No me dejaba dormir. Me decía que me iba a esperar para las vacaciones de invierno y yo le decía que iba a volver a verlo y me vine para acá, otra vez. Al poco tiempo me entero que falleció, y bueno, me duele escribirlo o decirlo. Te amo, viejo, con toda mi alma.
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