El otoño, una estación gris del año. Y ahí vienen: días, libretas, sueños, nervios en la sala de espera. Las vías en otoño se ven más tristes. Los árboles que la entuban se sienten liberados cuando el verde trasmuta. Y caen y caen y ¡crach!, al suelo.
Una señora espera en el andén. Sabe que a las ocho y veinte pasa su tren. Repasa la serie del boleto y lo guarda en su cartera. Lleva un pañuelo atado en la cabeza, los pelos apretados y un ambo gastadazo. Baja hasta las vías, otea para allá y para acá. Levanta la mirada.
Ahí el cielo parece más cielo y las nubes no corren como en el verano. El viento existe a fuerza de suspiros y sus fuerzas —sus sospechas, sus penas— la acarician y se detiene en los pasos y sigue un rato y después frena.
El jefe de la estación la vuelve a saludar. La señora sale de las vías y sube al andén. El jefe silba y desempaqueta un cigarro corto. Lo enciende, echa humo y oye un zumbo a kilómetros. Lleva unos pantalones té con leche, un bremer tono madera y zapatos al barniz.
El sepia se vuelve el telón paisaje de todos los paisajes. Otoño, estación con días tranquilos y otros en los que no descansa por el calor sospechoso y el frío tornillo mezclados, en apriete. Las noches simulan inviernos que nunca llegan, pero que se las arreglan y llegan. Las mañanas con el telón paisaje de los paisajes es el recomienzo de la rutina que se repite, se entinta, se empaña, ensaya pero no se anima.
La señora le reza a san otoño mientras mira por la ventanilla. Un túnel de talas, infinitas filas de cardos, una calle de tierra, una casa de madera, una señal oxidada. El tren sigue y la señora cabecea en contra y ve a los lejos el chocolate costero de una laguna.
Por los vidrios entran rayos apagados y tibios del otoño, salidos de entre las ramas: ejemplares sauces, talas y acacio negro. La luz se lamenta en las espinas: no hay matices. Las escalas desconfían: la estación creó su finitud y de a poco se deshace. Nunca nadie notó a las vaquitas de san otoño ni al jefe ni a la señora.
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