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Un día en las carreras



Por Félix Mansilla

Desde muy chico supe que iba a escribir esta historia personal. Hoy se siente como una mezcla de narraciones que con el paso del tiempo me demuestran que cada cosa está en su preciso lugar. Mi viejo es plomero/gasista y molinero. Desde chico yo lo acompañaba a todas partes. Hoy, compartimos las transmisiones deportivas.

En 1998 él tenía un cliente, Patricio Wolf, dueño de la estancia San Pirán, en el camino real que desemboca en el paraje Barrientos, partido de Lobos. Su mamá era secretaria en Londres del dueño de la Fórmula 1 por aquel entonces: Bernie Ecclestone. Por parte de Silvina, encargada de la estancia, mi viejo se enteró que Patricio —volcado al universo de los caballos y el polo— hacía varios años tiraba al tacho las entradas de las carreras que su madre le traía desde 1995.

Anoticiado, el viejo fue claro al decirle a Patricio que para el próximo año le guardara una. Que quería conocer a la Ferrari en vivo. Que quería llevarme a mí a ver la Fórmula 1. Y así fue. Una mañana de marzo y con la cuenta regresiva de la competencia en todos los noticieros, mi viejo me comentó expectante. “Así que preparate”, dijo como secreteando, “nos vamos a ver la Fórmula 1”.

Aquel año, yo cursaba sexto grado. Tenía once y el vicio de ver todas las carreras en las transmisiones de Telefé. Llegan instantáneas: mi vieja a las vueltas con los preparativos para ir a almorzar a los de mis abuelos y en la pantalla la velocidad. El mate circulando y en invierno, la estufa a leña impactante, abrasadora.

Los últimos tres días previos me sentía tan afortunado como aquel que gana una rifa que compró sin querer. Se venía el día de la carrera. Pero un llamado de Patricio hizo temblar a mi viejo. Su madre no vendría al país, por lo que era imposible conseguir entradas. A la resignación, le siguió el ofrecimiento de Patricio de comprarlas con la tarjeta de crédito de Fernanda, su esposa. Antes de eso exigió la confirmación de que pase lo que pase iríamos al autodromo. Y así fue.

El Gallo, amigo de la Colimba de mi viejo, avisó no iba a estar en Capital Federal para alojarnos y por eso, un poco tristón, el viejo me avisó que de los tres troqueles de la entrada —viernes entrenamiento, sábado clasificación— sólo usaríamos el del domingo de la carrera.

Ahora con treinta me parece como si todo hubiese transcurrido en blanco y negro. Nos tocó en la tribuna del sector de la horquilla. La entrada —amarilla, con un F1 multiplicado por mil— era la más barata de todo el Gálvez y tenía el valor de ciento veinte pesos/dólares. En la previa, el viejo había escuchado en los programas deportivos que en ese sector los bólidos pasaban a no más de 70 kilómetros por hora, en primera y segunda.

Apunto a un almanaque de 1998 y veo. Me dice que fue en una semana santa. Domingo 12 de abril. Y ahí estamos con el viejo, tomando un café con leche en una madrugada lluviosa. Viento fuerte y la señal de que no iba a parar. A las 4 AM salimos en la Chevrolet S10 modelo 73 roja de mi viejo rumbo a Lobos. Bocha Rodríguez, remisero amigo, nos llevó hasta la mismísima entrada del Autódromo.


El tiempo es veloz

Y ahora estamos ahí. Cruzamos los molinetes y la mañana se percibe con nubosidad variable. Vamos caminando nerviosos, frotándonos los dedos: por el frío, por la ansiedad. El viejo —más ansioso, más chico que yo— me dice: “ya estamos”, queriendo decir “ya estamos acá, vamos a conocer a la Ferrari”. Un violín afinado, a nafta, estruendoso.

El frío, la ansiedad y el hambre. El viejo me consulta. Pedimos —sí, a las siete y cuarto de la mañana— unas hamburguesas con Coca Cola. En el aire, ese aroma a combustible quemado pero limpio. En la horquilla, la última curva, el gentío —tano, popular y ruidoso— comienza a llegar. No son más de las ocho. Con el viejo hablamos del Turismo Carretera y a cada rato parábamos la oreja.

Faltaba menos de una hora y desde el sector de boxes se sentía el rugir de esas bestias —violines violentos afinados— de cero a dieciséis mil revoluciones por minuto. Y el viejo cada vez más ansioso, con pocas canas. Estábamos en una carrera de Fórmula Uno. A las diez en punto sentimos el sonido de la velocidad como el zumbo de una nube de mil abejas.



Ferrari F300 1998.


Somos testigos. Vamos a pasar a ser inmortales. Sabíamos que estaba por pasar esa bella mujer de rojo al mando de Michael Schumacher. Y mi viejo que transpira y con la mano derecha me apreta fuerte la rodilla izquierda. Ya está cada vez más cerca. Y pasa la Ferrari a puro zig-zag, haciendo ensayos de largada. Un bombazo en el pecho a cada paso de cambio. ¡Fiuuu, pum, fiuuu!

El viejo me dice a los gritos: “Mirame, mirame”. Y fue como la imagen que años después pasaban en las tandas del canal Space, donde mostraban en cámara lenta el brazo de un hombre al que se le podía ver cómo los pelos se le iban erizando con el suspenso. Pero lo del viejo no era una publicidad y menos una escena de cine. ¡Cosa e’ mandinga!

Sin decir nada —nada se puede decir cuando pasa antes tus ojos veinte autos de Fórmula 1—  me dio a entender que estaba cumpliendo un sueño. Su cara me pedía que lo ayude a mirar. ¡Qué fierros!

Luego de aquella primera media hora, la tribuna estaba cubierta en un 80 por ciento. Predominaba el rojo y las banderas con el cabalino rampante y un aguante como el de las barras en la cancha. El acervo popular: una avalancha de piratas eufóricos a dos horas del desembarco esperado.

En ese vaivén de espera, el viejo hizo lo que siempre hace cada vez que estamos en un lugar al que vamos por primera vez. “Voy a dar una vuelta para vichijear todo”. Me quedé solo. Miré alrededor. El día seguía nublado. La gente no paraba de llegar. Desde la planicie el viejo me hace la seña de venite que todavía hay más. Bajé y fuimos al sector trasero de las tribunas de la largada. Allí, una centena de hermosas promotoras vestidas de Marlboro girls, espalda con espalda y bajo un paraguas con los colores de las marquillas —lights, rubios, mentolados— ofrecían prender cigarros y sonreír con gestos automáticos de bienvenidos a la fiesta. Una fórmula del uno a uno.

Temblé al tocar la rueda izquierda trasera del modelo F300 de Ferrari 1997 que estaba en exposición, sin el motor. Totalmente irreal, como de juguete. Con once, me costó procesar que ese bicho rojo de plástico alcance más de 350 kilómetros por hora. Y estaba ahí, con los neumáticos gastados y el smoke de su última competencia en los laterales. Y la perfección de la ingeniería motriz italiana: impoluta la trompa, un brochazo el alerón.

Ahora estamos a menos de una hora de la largada. A los lejos y cerca comienza de nuevo el zumbo de esa nube de mil abejas. Ya sabemos que van a estar revoloteando durante dos horas, setenta y dos vueltas. Y de eso es lo único que estamos seguros —mi viejo y yo y todas las almas que asistimos—: vamos a escuchar la más maravillosa música. Una melodía de elite y, a su vez,  popular. Tras una segunda recorrida acorta ansiedad, mi viejo tira una reflexión. “No sé qué van a ver pasar los de las plateas de la recta. ¿Manchitas de colores?”.


Se viene el estallido

Y las máquinas salieron nomás. Vuelta previa. Gentío desbordado. Banderas, tumulto, petardos. Zumbo, largada. La Ferrari de Schumy, que largó segunda y en la primera vuelta quedó en el tercer puesto, lleva detrás a la de Eddie Irvine, su compañero de equipo. En la vuelta dos, Schumy pasó a Hakkinen. En la tercera, notamos que el muy alemán le venía descontando segundos a Coulthard. El viejo me codeaba. El gentío bramaba. Y en la cuarta vuelta, a más de 500 metros vi la mejor escena de la carrera, que sería la última en nuestro país. Entre dos grandes carpas alcancé a ver ese tramo del circuito, justo cuando el McLaren de Coulthard se pasa en la frenada —los nervios del no campeón— y Schumy —ni lerdo ni perezoso, medio tramposo— mordió el pasto, la aguantó y quedó primero. El estruendo de la tribuna cuando vimos pasar a la Ferrari adelante, me quedó como un momento tatuado en la sien y adentro de la cabeza.


Viveza teutona. El toque de Schumy al McLaren de Coulthard.



Pero eso no fue todo. El piloto argentino Esteban Tuero pasó a pie cerca de las tribunas cuando se le quedó plantado su tortugoso Minardi. Fue un momento gracioso. Pasó sin el casco y con la cabeza gacha. Desde la tribuna un gordo porteño le gritó:

—¡Tuero, cazá la bicicleta!

A diferencia de un partido de fútbol, una carrera no deja respiro ni para ir al baño. En la mitad, bajé hasta el alambrado y lo vi: Schumacher y su cara de velocidad inserto en esa mujer toda de rojo.

Pasaron las vueltas y cuando faltaban apenas seis, Schumacher nos dejó a todos con la boca abierta. Sentimos miedo. Fue en el giro 66. Muchos se arrancaron los pelos. ¿Se desconcentró? ¿No frenó a tiempo? No sé, pero esos cuatro segundos en la que su auto pisó la leca y pareció que se iba a quedar enterrado, casi nos aguó la fiesta. Como pudo —como sabía— volanteó hasta que con la suerte que no tuvo esquiando, subió a la Ferrari al camino de asfalto de la grúa del sector de la horquilla y retomó a la pista. Después, vino lo que no pudimos ver desde el sector de la horquilla: podio para Schumy, segundo Hakkinen y tercero Irvine.


Fue un día especial. Después, tomamos un colectivo y hasta nos parecía que todo seguía —como a los pilotos cuando bajan del auto post carrera— transcurriendo a doscientos kilómetros por hora. En la estación de Merlo estuvimos más de una hora a la espera de la llegada de nuestro tren de regreso a Lobos. Ahora sí llovía intenso. En una casa de música mi viejo me compró unos auriculares de vincha y a mi hermano Nico, una bolsa llena de alfajores de todos los colores. Llegamos a casa antes de las nueve y más tarde no pude dormir. Seguía en mis oídos el zumbo de esa nube de mil abejas.

Al otro día, en el cole, mis compañeros escucharon mi relato de lo que habían visto por televisión. Esa mañana no me enteré de los contenidos de la clase y seguía en ese sueño de un día en las carreras.

Por esa razón, la querida señorita Karina en mi cuaderno de comunicaciones escribió: “Papis, hoy Félix no trabajó en clase. Que pida la tarea porque no pude hacerlo bajar de su auto de Fórmula 1”.

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